viernes, 28 de agosto de 2009

El mundo bajo el mundo

Bajo la cama había otro mundo, lo sé perfectamente, y lo supe desde que tuve edad para entender cosas como la oscuridad, la luz o el calor.
Comprendí desde temprano que había algo que estaba siempre allí, perenne, atento y al acecho, dedicado a observarnos pacientemente, esperando a que surquemos la zona prohibida para atacar. Al principio me figuraba ese orbe como algo nefasto, siniestro, más allá de nuestro discernimiento, aunque claramente inaccesible para mí, pues al asomarme no hallaba más que un par de pequeños zapatos tal vez.
Por más que quisiera, se agotaban mis intentos por descubrir la verdad oculta bajo ese misterio. Bastaba pararme un segundo al lado para sentir el escalofrío que aterraba a mis piecitos y estremecía mis sentidos. Esperaba lo peor: una oscura mano, de uñas largas, venas prominentes, dueña de una malsana furia desquiciada, deseosa de llevarme, raptarme a su mundo, un mundo de tormentos, un desierto de médanos negros, palmeras gigantescas y marchitas, nubes violáceas con ángeles caídos sobre ellas, jugando a quién sabe qué clase de macabro juego. Pero no, nada sucedía, entonces mis congojas se acallaban. Recuerdo lo rápido que me bajaba o subía de mi cama para no lidiar con esos extraños seres que hasta ahora sólo manifestaban su ausencia; sin embargo ahí estaban, yo lo sabía.
No obstante no demoré en darme cuenta de la magnitud de su cruel solaz. Descubrí la verdad. Tales ataques, esas apariciones que con tanto pavor esperaba, sí ocurrieron, todas y cada una de las veces que creí lo contrario (y pensar que me sentía a salvo cuando los demonios "no se hacían presentes"). Ellos golpeaban de la forma más macabra, más tenebrosa: ¡Por medio del miedo! Imbuían su mundo en mi mente, el desierto negro que con candor creí irreal, las palmeras marchitas, los ángeles del mal, todo diseñado en armonía para que yo lo vea sin moverme de mi cama. Creaban en mi conciencia una reproducción perfecta de aquel lugar y se burlaban del temor que ello me ocasionaba.
A fin de cuentas, creo que sí llegué a estar en esa extraña dimensión que moraba debajo de mí, pero sé que nunca voy a poder volver. Aunque tengo mis dudas. A veces, cuando voy a acostarme, algo parece aterrar a mis adultos pies.
acecha la inminencia de la tormenta, de una cálida tempestad
¡ah! el llanto del aire...
los cuerpos de la noche se saben marchitos ya
¿y a qué el silencio henchido de brisa si los sueños de algodón no dejan las penas de la luna ver caer?
¿a quién?
Espacios vacuos atiborrados de nada, tan sólo de mugre tal vez, esa asquerosa que usan para manchar sueños ajenos, utopías posibles o rumores de voces lejanas clamando por un afuera.
Lejos, lejos, nosotros, sus enemigos, fecundos soñadores, despiertos o dormidos, no importa, dispuestos a quitar esas manchas de nuestras caras, nuestras ropas, y de todo lo del mundo nuestro, porque es así justamente, es nuestro, y debe estar limpio por siempre.
Acabando lo maldito termino por decir que he vivido en lo extraño del horizonte, en esa línea que sólo se ve de lejos, inalcanzable, interminable, intranquila de soledad.
He acabado allí, estado a lo lejos para verlos a ustedes, pequeños hombres, mujeres, poetas, los observé desde lo lejos, allí donde ustedes ven, con ojos fulgorosos de abrazos, la necesidad de un cálido beso de verano. Me senté allí para reírme de ustedes, porque llegué a lo fatuo, porque alcancé el elixir de la no-vida, la no-muerte, y comprendí que cuerpo y sombra son uno.
Vi sus lágrimas, ¡Qué triste es su vida! Nadan en mares de sangre, respiran distancias de amor.
Qué horrible fue, sin embargo, penetrar esa existencia de lo lejano, horizonte impío. No pude sino más que sufrir por carencia carnal, sed de placeres terrenales, mal de la humanidad. Ustedes muriendo, yo agonizando de austeridad. He comprobado que morir no es peor que la ansiedad, falta de calor, rubor o amor.
Y aquel otoño, falso, ¡qué vale de ese otoño!, hojas verdes o secas me mintieron. Oleajes que los mortales jamás verán me impulsaron entonces a los más terribles confines de la crueldad, en donde el otoño se tornó negro. Árboles sin llorar, otoño sin despertar, y por eso volví.

Este despertar de lo acabado, de la cumbre sin dedos de niños, plumas de recuerdos no escritos.

De la llegada de un extraño crepúsculo que sorprende al espectador, que no entiende, se hunde en pantanos de sangre de un extraño reloj que llora óxido de ratas.

.

perdido,

y tus aves cantan tu ausencia en el fin de la noche.

tus seres pequeños

alados y hermosos

brillan sin brillo

¿dónde está tu rubor?